La (sostenibilidad de la) vida en peligro
A la vez, constatamos que la vida humana es profundamente dependiente y vulnerable. Dependemos de la naturaleza (la polinización, la fotosíntesis, el ciclo del agua…), así como, en mayor o menor medida, del tiempo y la energía de otras personas puestos a disposición de nuestro cuidado. Dicho de otro modo, los seres humanos somos profundamente interdependientes y ecodependientes, pues son los trabajos de cuidados y los de la naturaleza los que aseguran la reproducción social, los que sostienen la vida… y el mercado.
El mercado capitalista necesita crecer y lo hace a costa de los recursos y servicios de la naturaleza y de los tiempos y energías de las personas, que permanecen en la invisibilidad por no tener un valor de cambio en el mercado. Pero el hecho de que éstos no sean mercantilizables no significa que sean infinitos. Al contrario, su explotación nos coloca en una coyuntura de crisis ambiental y crisis de cuidados.
La organización social de los cuidados. Los trabajos de cuidados son todas aquellas actividades orientadas a la reproducción social, a sostener la vida, una vida que si no se sostiene, no es viable. El peso de estos trabajos en nuestra sociedad no es ni mucho menos residual, sino que supone más del 66% del tiempo total de trabajos. Además de su gran peso cuantitativo, es el espacio de cuidados el que asume la responsabilidad de que todo el conjunto funcione, de que la vida continúe, encajando la tensión entre un modelo centrado en el mercado y las necesidades insoslayables de los seres humanos. Sin cuidados no funciona el mercado capitalista ni el resto del sistema.
En nuestro entorno social y cultural la responsabilidad de sostener la vida se ha privatizado, pues se ha asignado de manera prácticamente exclusiva a los hogares, sin corresponsabilidad por parte del Estado, las empresas u otras instituciones sociales.
Además, esta responsabilidad se ha feminizado, pues son las mujeres, de manera remunerada o en el marco de las relaciones familiares, las que se han encargado mayoritariamente de cuidar.
La crisis de los cuidados. Ésta tiene múltiples causas que operan de manera diversa y combinada en todo el planeta. En las sociedades industrializadas, es la incorporación de las mujeres de las clases medias al empleo —las mujeres de ámbito rural o de clases más desfavorecidas siempre estuvieron entrando y saliendo precaria e informalmente del mercado laboral— lo que genera un desplazamiento de parte de los tiempos y energías antes puestos al servicio de la sostenibilidad de la vida para ser puestos al servicio del mercado. También contribuyen a la crisis las extensas jornadas de trabajo, la carencia de servicios en el ámbito rural o un desarrollo urbanístico que nos hace vivir en las ciudades junto a perfectos desconocidos o nos obliga a pasar muchas horas transportándonos, haciendo muy difícil tejer redes de cuidados compartidos. En otras sociedades, a estas causas se suma la ausencia de las cuidadoras principales de muchos hogares por haber migrado, que el Estado abandone sus responsabilidades o que existan altos requisitos de trabajo por la carencia de tecnología (como cocinas o refrigeradores) o recursos básicos (como agua o combustible).
¿Entonces cómo se está sosteniendo la vida? Nos gustaría decir que la sociedad, en general, y los hombres, en particular, se han hecho corresponsables del cuidado, pero bien sabemos que no es así. Muchos hogares han recurrido precisamente al mercado para comprar cuidados: empleadas domésticas, escuelas infantiles con horarios ampliados, residencias de ancianos, comida para llevar, etcétera.
Pero no todos los hogares pueden comprar los cuidados que necesitan y, además, no todos los cuidados se pueden comprar y vender. Ante esta limitación, la solución más habitual es la doble jornada de las mujeres.
La otra solución dada en nuestras sociedades a la crisis de la reproducción social ha sido la globalización de la organización social de los cuidados, es decir, la transferencia de tiempos y energías para el cuidado de unas sociedades a otras, conformando Cadenas Globales de Cuidados.
La consecuencia más visible de la crisis de los cuidados es la pobreza, es decir, la vulneración de los derechos humanos y el deterioro de la calidad de vida de las personas. Tradicionalmente se ha atendido exclusivamente al ingreso para medir la pobreza, ignorando la aportación que los trabajos de cuidados realizaban dentro de los hogares para multiplicar los bienes y servicios adquiridos con dichos ingresos y hacerlos disponibles para sus miembros. Sin embargo, para que un hogar pueda alcanzar condiciones de vida por encima del umbral de la pobreza requerirá, además de ingresos, un nivel mínimo de trabajo de cuidados para convertir los alimentos en comida o el jabón en ropa limpia.
¿Cómo cambiarían los datos, si sustituyéramos el PIB por el Índice de Progreso Genuino? Éste, formulado en 1995 por la Fundación Redefining Progress2, tiene la vocación de reemplazar al PIB en la medición de la riqueza de una sociedad y combina indicadores económicos, sociales y ambientales, contabilizando actividades no remuneradas como el trabajo de cuidados o el voluntariado, y restando los costos de la degradación ambiental, las desigualdades, la deuda externa o la delincuencia.
Si comparamos la evolución del PIB y del IPG (GDP y GPI, en inglés) de Estados Unidos entre 1950 y 2000, observamos que mientras el primero se triplicó, el segundo se mantuvo prácticamente estable.
Poner la sostenibilidad de la vida en el centro
Para empezar a poner la vida en el centro de nuestro análisis y de nuestras propuestas, debemos rechazar, para empezar, que sea nuestra posición con respecto a él lo que determina si somos sujeto de derechos o, en el mejor de los casos, objeto de ayuda.
Principios para una “revolución de los cuidados”:
Sabemos dónde queremos llegar, pero no podemos hacerlo de cualquier manera, para no acabar reproduciendo el sistema del que deseamos salir. ¿Cómo actuar entonces? ¿Según qué principios guiar nuestros actos?
Principio 1: La ética del cuidado
Una nueva ética que sitúe el cuidado, entendido como un valor, en equivalencia con la justicia, las responsabilidades con los derechos, sin renunciar ni priorizar ninguno de ellos, sino al contrario, entendiéndolos como complementos imprescindibles.
La ética del cuidado o de la responsabilidad no estaría biológicamente determinada ni sería exclusiva de las mujeres, sino que sería el resultado de la división sexual del trabajo y de la división entre lo público y lo privado que existe en el mundo social en el que vivimos. En otras palabras, sería la experiencia de cuidar, de hacerse responsable de las necesidades de otras personas, la que favorecería un juicio moral más contextualizado y vinculado, con mayor propensión a adoptar el punto de vista del otro, a empatizar, enfatizando las responsabilidades que se dan a partir de las relaciones y la importancia de atender las necesidades concretas de los seres humanos.
Principio 2: reconocimiento del derecho al cuidado
Si nuestros cuerpos son vulnerables, si las vidas de las personas dependen del cuidado de otras y otros, el derecho al cuidado no es más que una consecuencia del artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Es imprescindible que el derecho al cuidado sea reconocido como tal, no sólo para ser incorporado a las múltiples declaraciones y convenios internacionales, sino para que sus titulares, quienes tienen derecho al cuidado, se reconozcan como tales y lo exijan, a la vez que se convierta en mandato y responsabilidad para quienes tienen el deber de hacerlo cumplir y, en especial, para los Estados.
Por un lado defendemos el derecho a recibir los cuidados necesarios en las distintas circunstancias y momentos de la vida, pero por otro el derecho a cuidar, en condiciones dignas, o a no cuidar, en el marco de una relación de explotación. Finalmente, hay que abordar la imperiosa igualación de los derechos laborales de las personas que cuidan de manera remunerada, del empleo doméstico y de cuidados, que hasta ahora han estado marcados por relaciones de desigualdad por razón de sexo, edad, origen, etcétera.
Principio 3: Lo personal es político
La potencia de entender la dimensión política de lo personal es reconocer que cualquier persona hace política, que, de alguna manera, todas y todos somos “políticos o políticas” aunque no hablemos en el Parlamento o participemos del Consejo de Ministros o Ministras.
Necesitamos transformarnos para transformar el mundo, pues si bien es cierto que no toda transformación personal es política, especialmente si no tiene implicaciones más allá de lo individual, más aún lo es que toda propuesta política que no implique lo personal, que no conecte con la vida, no llegará nunca a ser transformadora. Necesitamos, en definitiva, buscar nuevas formas de hacer política que pasen por nuestra propia experiencia del mundo, por nuestra lectura de la realidad, por nuestros cuerpos y nuestros deseos.
Principio 4. Desde lo individual hasta lo colectivo.
No toda transformación personal es política, especialmente si no tiene implicaciones más allá de lo individual. Así, mis actos personales serán políticos y transformadores en la medida en que estén vinculados a los actos personales y políticos de otras personas. Versando el lema del movimiento antiglobalización o altermundista de los años 90 “Piensa global, actúa local”, sería algo así como “Piensa colectivo, actúa personal”.
Necesitamos entonces coordinar nuestro actuar individual “con sentido político”, a la vez que nos organizamos para actuar colectivamente “con sentido político”, pues lamentablemente no sería suficiente con lo personal y cotidiano para cambiar este sistema. Afortunadamente, la ciudadanía tiene muchas más tácticas de movilización incluyendo votar o no votar, organizarse, postular, hacer panfletos, boicotear, manifestarse, agruparse, protestar.
Principio 5. Reconocer(nos), aceptar(nos) y responsabilizar(nos).
No es fácil transformar nuestro modo de vida. Menos aún si, tras años de ser tratados más como consumidoras o consumidores que como ciudadanía, hemos perdido la confianza y las habilidades para la articulación y la acción colectiva. Pero no podemos sentirnos “culpables” por no estar haciendo nada. Sentirnos culpables nos paraliza, nos debilita, y culpar a otras personas supone otorgarles el control de nuestras acciones. Por eso, frente a víctimas o culpables, necesitamos reconocernos responsables, atrevernos a tomar las riendas de esta revolución, no por el deber que genera culpa al incumplirse, sino por el deseo de hacerla.
Y para poder hacernos responsables, la propuesta es el empoderamiento, que en palabras de Marcela Lagarde, sería facultarse, habilitarse, autorizarse, desarrollar la consciencia de tener el derecho a tener derechos, reconocer la propia autoridad y confiar en la capacidad de lograr propósitos.
La lógica de la sostenibilidad de la vida en 3D.
1. Dimensión reproductiva: Hacia la corresponsabilidad en la sostenibilidad de la vida.
Reconocernos vulnerables e interdependientes no es nada fácil en un mundo que nos invita constantemente a superar nuestros límites. Pero no, nuestros cuerpos son precarios, tienen límites, son finitos. Esto quiere decir que de manera muy diversa necesitamos de los cuidados de otras personas para llevar adelante una vida vivible. Por eso los trabajos que sostienen la vida deben situarse en el centro de la organización social y deben poder ofrecerse en el marco de relaciones libres y elegidas de compromiso y responsabilidad, pero no porque sean siempre hermosos y den sentido a nuestras vidas, como a veces sucede, sino porque, en otras muchas ocasiones, son duros y penosos. Y a pesar de todo, son imprescindibles.
La estrategia para avanzar hacia la corresponsabilidad en la sostenibilidad de la vida será la democratización de los hogares, que pasa por reconocer, en primer lugar, que lo que ocurre dentro de los hogares concierne al conjunto social, que en ellos se está resolviendo el conflicto capital-vida y que, hasta ahora, se está haciendo de manera profundamente injusta y desigual, siendo el origen de la exclusión y desigualdad social a gran escala. A partir de ahí podemos movernos en cinco direcciones:
* Frente a la feminización de los cuidados, construir relaciones de horizontalidad dentro de los hogares, distribuyendo de manera más equitativa los trabajos y respetando la autonomía de las personas.
* Frente a la privatización de los cuidados, socializar la responsabilidad de sostener la vida, apoyando a los hogares, para hacer a la comunidad, al Estado, a las empresas y a otras instituciones sociales, corresponsables de las mismas.
* Frente a la precarización del empleo de cuidados, reconocer que es un “verdadero trabajo” y equiparar sus condiciones laborales y de protección social a las de cualquier otro tipo de empleo.
* Flexibilizar la concepción del hogar, que no se limite a la familia tradicional, sino que pueda establecerse de manera libre y elegida. Hogares diversos que reflejen la diversidad.
* Frente a la globalización de los cuidados, reconocer la deuda contraída con otras sociedades por el impacto sufrido por la conformación de las cadenas globales de cuidado y asumir el peso de nuestro propio modelo civilizatorio como vía para empezar a transformar dichos modelos.
2. Dimensión ambiental. Hacia modos de vida sostenibles.
Adaptar nuestro modo de vida para no incurrir en deuda ambiental, es decir, para no consumir más materiales y energías de los que el planeta es capaz de regenerar. Apostar por una vida sostenible es apostar por una vida sencilla y austera. Algunas posibles acciones:
* Limitación en nuestro uso de energías, materiales y tiempos. Puestos a disposición de la producción y el mercado, para poder destinarlos, especialmente en lo que se refiere al tiempo, a la sostenibilidad de la vida.
* Revaloración de los saberes tradicionales, de aquellos que nos permitían vivir en mayor equilibrio con el planeta, fluyendo en sus propios ciclos y no tratando de alterarlos para ponerlos a nuestro servicio.
* Relocalización económica para volver a la producción local. Es decir, volver a acercar el lugar donde se producen o, donde se extraen y transforman los productos que consumimos con el lugar en que los consumimos.
*Promover una nueva cultura de consumo basada en las pequeñas producciones locales, además de la reutilización y el intercambio.
* Redistribuir el uso de nuestro tiempo de manera más justa y equilibrada, para llevar una vida necesariamente más lenta.
3. Dimensión social: hacia la “cuidadanía”
Si la ciudadanía es hoy una ciudadanía mercantilizada, más cercana al “consumo, luego existo” que al ideal democrático, la propuesta de poner la vida en el centro pasa necesariamente por proponer un nuevo pacto social basado en el derecho universal al cuidado: la “cuidadanía”.
Para luchar por esta nueva manera de entender y organizar la convivencia, tenemos que empezar por transformar las relaciones de poder y las estructuras de dominación que permiten que se mantengan estas vidas insostenibles y endeudadas. Como decíamos anteriormente, esta transformación sólo se puede llevar a cabo a través de procesos de empoderamiento.
Y una vez que somos capaces de concebir nuevas formas de relación, más horizontales, más inclusivas, necesitamos construir formas de organización y lucha cuidadosas, tan firmes como creativas, a través de las que podamos participar de la toma de decisiones que nos afectan para los diferentes niveles de organización comunitaria.
El primer paso sería la organización y definición de metas colectivas, para lo que necesitamos crear espacios de encuentro, de discusión, de análisis, de empoderamiento. Después, toca concretar las metas colectivas en una agenda común. Finalmente, nuestra propuesta es exigirla mediante acciones de movilización y empezar a construirla desde todos los espacios concebibles, porque todos los espacios son igualmente políticos, todas y todos somos tomadores de decisión.
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