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Editorial

by Biodiversidad | 25 Nov 2014

La foto muestra una lancha perteneciente a una de las comunidades garífunas en su territorio, localizado en Honduras, Centroamérica: sin duda uno de los Estados más empobrecidos y desgarrados por años de contrainsurgencia, políticas agroindustriales, deshabilitación de la propia creatividad y sentido de lo comunitario, con tal de imponer un modelo de devastación y despojo.

Pero si bien el caso garífuna —al que quisieran expulsar de Honduras desconociendo su derecho histórico como pueblo indígena—, parece tal vez el extremo de lo que ocurre en otras partes, crece por toda América Latina la pretensión de erradicar, lo más totalmente posible, la memoria territorial que los pueblos han atesorado en miles de años de relación con su tierra, su agua, sus bosques y bienes comunes custodiados con saberes de cariño y dedicación. Hay sin duda un recrudecimiento generalizado de expulsar a los pueblos originarios de sus territorios y con esto romper los vínculos que los hacen reconocerse como pueblos, que les permiten sustentar sus comunidades y sus proyectos de defensa contra los extractivismos de todo tipo, los proyectos turísticos, “la financialización de la naturaleza” con sus estafas especulativas, y la mano de la delincuencia organizada buscando controles más detallados en muchos rincones.

Ahora comienza la moda de someter cualquier lógica (agrícola, alimentaria, comunitaria, ambiental o cultural) a una “servidumbre energética” mediante la cual son las corporaciones las que “deben” decidir el destino de un enclave particular según las potencialidades para producir petróleo, gas, energía eléctrica, térmica, eólica o minerales metálicos o no metálicos.

Con variantes, comienzan a experimentarse en México o en Argentina, y en otras partes, estas reformas energéticas que promocionan igualmente las versiones más extremadas de la explotación (mediante la minería a cielo abierto o la fracturación hidráulica) sumiendo en la devastación las zonas acaparadas. Parecería que hay una urgencia por desmantelar las leyes que protegían estos enclaves, estos territorios, desapareciendo también las previsiones jurídicas que permitían (como en México) una propiedad comunal, colectiva, de la tierra —que aún la defiende de muchas devastaciones que van de la mano de la privatización.

Si este remate comercial de los territorios de los pueblos y comunidades no fuera suficiente para vaciarlos, las inicuas leyes de semillas o de variedades vegetales en paralelo atacan frontalmente la vida campesina y su sustentabilidad futura y presente, al criminalizar el corazón de la actividad agrícola que es la custodia e intercambio responsable de las semillas.

Como la gente no se deja, hoy crecen nuevos planes piloto de control mediante el terror y la confusión generalizados, promoviendo la guerra como si fuera programa de desarrollo. El racismo se impone al determinar a quienes se erradica además de los disidentes. La privatización es tan generalizada que aun los servicios públicos (incluida la justicia) se privatizan, como ocurre en las Ciudades Modelo en Centroamérica. La nueva lógica es fragmentación, violencia y confusión: erradicar a la juventud pensante, comprometida, a los pueblos que defienden su autonomía y su territorialidad, a cualquier persona o colectivo que presente cualquier resquicio de crítica ante la usurpación del gobierno por el crimen organizado.

Mirémonos si no en el espejo de la masacre de Iguala en México y su cauda de 43 normalistas desaparecidos. Ayotzinapa simboliza un horror permanente que quieren imponernos. Pero tal horror lo habremos de remontar mirando de frente, con lucidez, reflexión y memoria colectivas, con una creatividad y unos cuidados mutuamente promovidos. Los pueblos rurales desde su comunalidad, los barrios urbanos en su mutualidad, aún no dicen la última palabra.

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