https://grain.org/e/4820

Crisis y subsistencia. El miedo no pasará (o para que lo que dicen que “tiene que pasar” no pase)

by Jean Robert | 8 Nov 2013

Tenerle miedo al miedo. De dos cosas una: la crisis, o es una incitación al miedo —al pánico que el capitalismo requiere para efectuar los reajustes estructurales sin los cuales no logrará sobrevivir—, o es una oportunidad de tocar fondo.

Tocar fondo quiere decir recobrar dolorosamente y a veces con gozo la percepción de lo concreto: no sólo de lo duro que se vuelve ganarse la vida, sino también del suelo y de los otros elementos, y de la posibilidad, siempre abierta, de la convivialidad. Es limpiar la mirada de espejismos y quizás del exceso de abstracciones, pero también recordar que, en épocas no muy lejanas como todavía en muchísimos lugares del campo mexicano, la gente extraía directamente de la tierra, de las aguas y el aire la mayor parte de lo necesario para su subsistencia. No en solitario, sino en solidaridad.

Acabo de escribir una palabra muy desprestigiada por los economistas: subsistencia. En primera aproximación, llevar una vida de subsistencia es cultivar lo que uno come y comer lo que se cultiva. Donde hay suelo, agua y sol, y, pienso yo, buena convivencia, siempre se puede lograr, en plena tierra o en macetas. No requiere títulos ni de primaria ni de licenciatura y aún menos de doctorado, pero exige saberes precisos, apropiados al lugar, adecuados a su clima y en armonía con la cultura particular a este suelo, esta agua y este sol: llamémoslos saberes de subsistencia.

Pero, ¿no se suele decir, del que cultiva lo que come y come lo que cultiva: “el pobre, apenas logra llevar una vida de subsistencia”?

Los más empecinados promotores de este desprecio son los economistas. ¿Acaso los economistas entienden lo que desprecian? ¿Existe, para ellos, un “fondo” de la economía que se pueda tocar, una base concreta que la relacione con actividades que nos permitan comer, vestir y abrigarnos? La respuesta de los economistas es: la economía es un juego que debería permitir a todos ganar el dinero necesario para obtener la “canasta básica”, a pocos llevar una vida llena de lujos y a poquísimos ostentar una riqueza que ninguna sociedad del pasado pudo siquiera soñar. Quizás sea injusto, quizás los economistas vean la economía como una lotería, pero dicen: “seamos realistas: hay un nivel de injusticia óptimo, en el sentido que, de haber menos injusticia, la situación de los ciudadanos más pobres sería peor de lo que es bajo el supuesto óptimo de injusticia”. Esto dicen los economistas, o decían hasta el derrumbe de sus ilusiones en entre el otoño del 2007 y el otoño de 2008.

Hay dos argumentos que es importante diferenciar. El primero dice: sí; la economía es injusta, pero un poco de injusticia sirve para incrementar la producción de tal manera que algo de la extrema riqueza de los más ricos filtrará hasta los pobres. Eso queda por ver.

El segundo argumento es quizás más importante, pero menos evidente: en la sociedad económica moderna, uno generalmente produce una cosa para obtener otra. Quiero una canasta llena para mi familia al fin de la quincena, pero, para obtenerla, lleno papeles en una oficina o trabajo en una fábrica de armas o de cigarros. En palabras precisas: sólo obtengo la canasta de mi familia mediante un rodeo. Aun más que la injusticia, el rodeo de producción caracteriza la economía moderna. Antes del fatídico periodo de quiebre de bancos y despojo de pequeños ahorristas, tanto la injusticia inherente como el alargamiento de los rodeos se justifican con el argumento de que, al crecer el montón de dinero, finalmente, habrá para todos.

Cumbres de riqueza junto a abismos de miseria. Aun los más ciegos entre los economistas empiezan a ver que la economía es una máquina para producir niveles increíbles de riqueza junto a abismos de miseria. Esta frase requiere explicaciones. Hay que decir que la miseria no es la pobreza: históricamente es su opuesto. La miseria moderna difiere mucho de la pobreza tradicional. Proviene de negar la pobreza con su cultura de mutualidad y perseguirla. Además. la economía formal, la que se enseña en las universidades y se sirve cada vez más en salsa matemática, es una ceguera selectiva adquirida: el economista que se atreviera a quitarse las orejas exigidas por su oficio dejaría súbitamente de ser economista, como le ocurrió a mi amigo Jean-Pierre Dupuy que, a fuerza de investigar los fundamentos epistémicos de su ciencia, la economía matemática, descubrió que sus fórmulas celan situaciones que se parecen más a la violencia de los sacrificios humanos que a la toma en cuenta de todos los “pormenores pertinentes”. Dejó de ser economista y se hizo filósofo.

Me imagino que los historiadores de la economía se sorprenderán de que los economistas de antes del quiebre de 2007-2008 no veían lo que los fundadores de la tradición liberal —los primeros “economistas” en el sentido moderno— veían con toda claridad. Es que estos pioneros de la economía moderna no se consideraban economistas profesionales en el sentido actual, sino pensadores generales, a la vez filósofos —como Burke—, conocedores de los sentimientos humanos —como Smith—, hombres políticos —como Townsend—, o empresarios capaces de sacar provecho hasta de las cárceles —como Bentham. La frase que da prurito a mis delicados amigos economistas cuando la pronuncio frente a ellos no hubiera chocado ni a Burke, ni a Townsend ni a Bentham, pero quizás al refinado Adam Smith, amigo de moralistas y teólogos de la gran tradición escocesa. Hé aquí ésta frase:

La economía moderna es una máquina de producir simultáneamente montones de riqueza ni siquiera imaginables por nuestros ancestros y abismos de miseria que tampoco conocieron.

La podemos reformular de varias maneras, por ejemplo: “La miseria acompaña la riqueza como la sombra acompaña la luz”. “La economía ofrece a los hombres llevarlos hacia la abundancia al tiempo que fomenta las formas de escasez que serán la base de nuevas formas de miseria”. “Entre más riqueza ostenta una sociedad, menos sus miembros son capaces de la relaciones de mutualidad que eran naturales a los pobres históricos y eran la base de sus redes de subsistencia”. O, en palabras de John M’Farlane en sus meditaciones sobre la pobreza en la nación más rica del siglo XVIII: “No es en las naciones estériles y bárbaras que hay más miseria, sino en las más prósperas y civilizadas de las naciones”1.

Una nación rica debe suprimir sus propias relaciones de subsistencia para que zumben los motores de su economía. Contrariamente al agua en una percoladora, la abundancia de los ricos no penetra la sociedad hasta llegar hasta los pobres, como lo creía Adán Smith.

Bentham, el primer empresario que logró realizar ganancias en la administración de una casa de pobres organizada como una prisión modelo, nunca dio crédito a la ingenua teoría smithiana de la “percolación” de las riquezas con la cual aún se persignan muchos economistas modernos. Con un cinismo franco que restaría votos a cualquier político contemporáneo, Bentham pudo afirmar que la tarea del gobierno no consiste en aliviar la miseria sino en incrementar las necesidades de los pobres para volver la sanción del hambre más eficiente. Urgió a que los ricos extraviados en la benevolencia reconocieran que “en el estado de prosperidad más elevado, la gran masa de los ciudadanos tendrá probablemente pocos recursos fuera del trabajo diario y estará siempre al borde de la indigencia”. El filósofo Edmund Burke, autor de una teoría de lo sublime, abunda en esto, pues, sólo la amenaza de la miseria permite a los hombres (que su condición destina a los trabajos serviles) atreverse a los peligros de las guerras y la intemperie de los mares: “Fuera de los apuros de la pobreza, ¿qué podría obligar a las clases inferiores del pueblo a enfrentar todos los horrores que les esperan en los océanos impetuosos y los campos de batalla?”2. Burke recalca que todas la veleidades de socorrer a los pobres provienen de principios absurdos que profesan cumplir lo que, por la misma constitución del mundo es impracticable: “Cuando afectamos tener piedad por esa gente que debe trabajar —si no el mundo no podría subsistir— estamos jugando con la condición humana”3. Por tanto, explica, la verdadera dificultad no es socorrer a los hambrientos, sino limitar la impetuosidad de la benevolencia de los ricos. La voz del reverendo Joseph Townsend es consonante con la de estas autoridades filosófico-económicas: “El hambre domará a los animales más feroces, enseñará la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción a los más perversos. En general, sólo el hambre puede espolear y aguijar a los pobres para hacerlos trabajar”4.

La Iglesia pidió sucesivamente perdón a los judíos por haberlos perseguido, a Giordano Bruno por haberlo quemado vivo, a Galileo por haberlo condenado, pero la economía nunca ha pedido perdón a los pobres. Aprendió simplemente a disfrazar su cinismo estructural tras una máscara: “cometer el bien”, añadiendo: “ostentosamente y desde las cumbres del poder”.

Qué veían con los fundadores de la economía que sus seguidores prefieren ignorar. Lo que llamamos “la crisis” es un momento en que la lotería económica ya no tiene premios de consuelo para los más pobres y en que la ventaja de los jugadores medianos se reduce cada vez más, mientras la suerte de los astutos de ayer se juega nuevamente en la bolsa y produce, por un lado, nuevos pobres y, por el otro, un nuevo tipo de riqueza que ya no evalúa en cantidades aritméticamente identificables sino en números que para el hombre común suenan imaginarios: “los zillonarios” [gente de incalculable riqueza].

He aquí un dato estadounidense sobre la disparidad de los ingresos: El grupo de los 300 mil estadounidenses más ricos gana en conjunto tanto cómo los 150 millones de sus conciudadanos más pobres. A escala mundial, se dice que los 500 individuos más ricos del mundo ganan tanto cómo los 416 millones más pobres. Para clausurar ésta danza de los números locos, citemos un dato muy publicitado del Banco Mundial según el cual hoy los pobres representarían 56% de la población mundial: mil 200 millones que viven con menos de dos dólares al día y 2 mil 800 millones con sólo un dólar o menos5. Otra vez, la objetividad fría de los números oculta una realidad más inquietante: por cierto, la disparidad entre los ingresos no deja de crecer en todo el mundo.

Pero, lo que no dicen el Banco ni la ONU ni los economistas porque no tienen conceptos para expresarlo es que, hace medio siglo, la mayoría de los hombres aun disponían de saberes y de medios de subsistencia que les permitían vivir dignamente en la pobreza, mientras hoy dependen cada vez más de un mercado que los arroja a la miseria.

Por qué. Cómo. Demuéstralo, me intimarán mis amigos economistas. No siendo economista matemático, sólo puedo contestar con ejemplos cómo éste: Según uno de los documentos presentados a la Conferencia de Jefes de Estado en Johannesburgo, en 2002, el conjunto de los países industriales del Norte otorga a sus agricultores una subvención anual de 350 mil millones, o sea mil millones diarios, para permitirles exportar sus productos agropecuarios a los países pobres, volviéndolos dependientes de alimentos cuyo precio se juega en la bolsa. Estas prácticas desleales [dumping] legalizadas por los poderes económico-políticos, sancionadas por “bienhechores” profesionales y las instituciones que los emplean ha contribuido a destruir la base de subsistencia de los pobres y lo hace más que nunca.

¿Y dónde queda la esperanza? ¿Qué oímos ahora que los precios de los granos y otros alimentos básicos en los grandes mercados suben después de haber ido a la baja durante casi treinta años? Oímos a algunos dirigentes políticos del Sur anunciar que, para que sus pueblos sigan comiendo, bajarán o suprimirán los aranceles sobre los alimentos importados. ¿No hemos de reconocer aquí una vieja estrategia de los monopolios capitalistas? Cuando la guerra de los precios tiende a eliminar a los competidores, ¿para qué proteger una agricultura local no subsidiada cuyos productos son más caros que los que son subvencionados e importados? Hoy en Estados Unidos, prototipo de los países con agricultura subsidiada, hasta la mayoría de los más pobres no dedica más de 16% de sus ingresos a la alimentación, mientras, en muchos países del Sur, muchos hogares pobres ya gastan la mitad de sus ingresos para comer y algunos 75%.

El capitalismo parece preparase para un gran “paupericidio”. Pero esta siniestra perspectiva sólo podrá volverse realidad en la medida en que cedamos al miedo. Para que la “crisis” pueda permitir al sistema económico proceder a los ajustes estructurales sin los cuales no sobrevivirá, no tiene que ser lo que mis amigos y yo queremos que sea: un estímulo a la reflexión. No. Tiene que desembocar en un pánico, si me perdonan el pleonasmo, general. Sólo este pánico puede transformar la “crisis” en crisis, y sólo una gran crisis puede hacernos tragar las nuevas inequidades, disparidades e injusticias, las nuevas dependencias y los nuevos despojos que los mecánicos de la máquina económica mundial juzgarán necesarios para volver a ponerla sobre sus rieles.

No permitamos que se instale este tipo de crisis fomentada desde arriba. Resistamos al pánico. Mantengamos abiertos los horizontes de la esperanza. ¿Cómo? No lo sé, sólo se pueden reconstruir esperanzas realistas entre amigos, entre compañeros o camaradas. Sólo en un clima de confianza mutua será posible construir propuestas concretas más allá del derrumbe de lo que nos quieren vender como “economía”.

1 Ver también: John M’Farlane, Enquiries concerning the Poor, 1772.

2 Edmund Burke, Thoughts and Details on Scarcity, 1795.

3 Ibid.

4 Joseph Townsend, Dissertation on the Poor Laws, 1784.

5 Recientemente, dos autores han criticado la definición de las personas por lo que NO son, NO tienen, NO ganan y la ignorancia de sus verdaderas capacidades. Ver Majid Rahnema y Jean Robert, La Puissance des pauvres, Arles : Actes Sud, 2008.

Author: Jean Robert