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Huertos urbanos y la crisis alimentaria global

by Rob Sawers | 1 Nov 2011

Huertos urbanos y la

crisis alimentaria global

Por Rob Sawers

São Paulo, Brasil. Por todo el mundo, suben los precios de los alimentos básicos. La FAO admite abiertamente una “crisis alimentaria global”. Hay fuertes evidencias de que los precios de los alimentos son uno de los factores críticos de desasosiego político por todo el mundo. Son variadas las causas de esta crisis, e incluyen el extremo y errático clima y los altos precios de petróleo. Sin embargo, como en épocas previas de hambre y hambruna, la crisis alimentaria no es tan sólo el resultado de fenómenos naturales, sino que la agrava la avidez de lucrar con la miseria humana mediante la manipulación de los mercados. Hoy, los campesinos tienen la capacidad de alimentar el mundo, pero para quienes controlan los criaderos industriales, los mercados de exportaciones y las cadenas de supermercados, es más conveniente forzar la subida de los precios aún más. El aumento en las ganancias provocado por el cambio climático está resultando demasiado tentador para las empresas.

Mientras los campesinos por todo el mundo sufren los efectos de esta ofensiva corporativa contra la agricultura tradicional, son los pobres urbanos quienes sufren los más agudos riesgos de desnutrición en esta crisis alimentaria. Su alimentación y nutrición es completamente dependiente de la industria alimentaria mientras sus sueldos no suben al ritmo suficiente como para evadir el hambre.

Es claro que necesitamos soluciones alternativas. Para aquéllos que enfrentan inminente desnutrición al tiempo que ven cómo trepan los precios semana a semana, no es ya simplemente la opción de esperar callados a que el gobierno o el desarrollo dirigido por el capitalismo llegue a las barriadas. Por todo el continente americano, de Buenos Aires a Detroit, muchas comunidades han reaccionado proactivas a esta crisis. Grupos comunitarios en incontables ciudades han comenzado huertos urbanos en los barrios pobres y ofrecen una alternativa nutricional para quienes sobreviven comiendo postres callejeros y comida chatarra.  Además, hacen posible el desarrollo de economías locales para comercializar sus productos. Por desgracia, la única otra economía local para algunos de estos barrios, como la Favela Sabopemba de São Paulo, es el tráfico de drogas. Puesto en esta luz, los huertos y los mercados no son sólo una fuente de nutrición e ingresos, sino que pueden estimular una mentalidad alternativa que resista la deshumanización del narcotráfico y la fatalista dependencia hacia el desarrollo capitalista.

Los cultivos de hortalizas urbanas han sido adoptados por las comunidades como respuesta a la inflación de los precios en los alimentos, pero el primer impulso hacia la agricultura urbana en masa fue una respuesta de Cuba a las carencias de alimentos debidas al “Periodo Especial” a principios de los noventa. Con la caída del socialismo en Europa del Este, Cuba se quedó sin las importaciones subsidiadas de petróleo, sin plaguicidas y fertilizantes. De la noche a la mañana, las otrora prósperas agroindustrias cubanas cerraron. La isla no tuvo otra opción que utilizar todo su espacio disponible para plantar hortalizas y alimentar a su población. En pocos años, Cuba estaba produciendo en sus huertos orgánicos tanto como con su sistema agrícola industrializado de los años ochenta. La única diferencia fue que ahora los cubanos comían alimentos mucho más saludables gracias a los vegetales frescos. Además, esta transformación puso los medios de producción en manos de las comunidades, y no en manos de las burocracias estatales. Para mediados de los noventa, sesenta por ciento de todos los productos frescos consumidos en la Habana se plantaban dentro de los límites de la ciudad.

Desde entonces, florecen por todo el continente los huertos urbanos, pero no porque haya carencias de alimentos, sino por el aumento en la disfuncionalidad de los mercados alimentarios.

Popularizado por el documental The Garden, de 2008, el huerto de South-Central Los Angeles era el huerto urbano de vegetales más grande de Estados Unidos y producía comida para miles de residentes del centro de la ciudad. Promovido por la comunidad y las ONG locales, el huerto resistió las presiones del gobierno de la ciudad y del terrateniente ausente de un predio abandonado. A final de cuentas el huerto fue arrasado con trascavos. La destrucción del huerto parecía ser un acto de enojo del terrateniente, pero tal vez la idea de que los chicanos del centro de la ciudad resistieran a la industria agroalimentaria corporativa era algo demasiado amenazante como para dejarlo pasar.

Este trágico ejemplo de machismo corporativo no debe desalentar a los pobres urbanos que buscan asumir el control de su seguridad alimentaria. En muchos otros países, los gobiernos comienzan a reconocer los beneficios de los cultivos urbanos a nivel popular y promueven estos proyectos. Los gobiernos argentino y ecuatoriano han sancionado proyectos así en Buenos Aires y Quito, e incluso han comenzado algunos proyectos comunitarios en la ciudad de México y Detroit, por nombrar sólo un par. En São Paulo, la organización comunitaria Cidades Sem Fome (Ciudades sin Hambre), ha desarrollado un proyecto de cultivo urbano que utiliza el espacio desperdiciado o no utilizado, dentro o cerca de las barriadas, con el fin de emprender una producción orgánica de vegetales. En la mayoría de los casos CSF ha persuadido a los dueños de los predios que un predio comunal sembrado con vegetales, implica menos responsabilidad legal que dejar el espacio vacío, que expone la tierra a ser utilizada como basurero o que abre la posibilidad de que crezcan viviendas precarias en el predio. Con este modelo de pedir prestada la tierra, CSF ha desarrollado una cooperativa de cultivo orgánico de más de veinte huertos desperdigados por una de las ciudades más grandes del mundo.

Los logros de los huertos urbanos son inmediatos y obvios para aquéllos que de otra manera no tendrían ningún acceso a frutos y vegetales y frescos, ya no digamos a productos orgánicos, locales. El fundador de Cidades Sem Fome, Hans Dieter Temp, alienta a los primerizos en la siembra a que empiecen cultivando lechugas y  rábanos. La idea es comenzar con plantas que crecen muy pronto, propiciando que los cultivadores vean los beneficios en su dieta y en los ingresos lo más pronto posible. Más adelante, se impulsa a la gente a que asuma una variedad más amplia de vegetales, para lograr una mayor variedad nutricional. La gente que trabaja con CSF cultiva ahora una vastedad de productos, incluyendo una variedad de vegetales locales, como el “chuchu”.

Uno de los aspectos más inspiradores de este movimiento, y de hecho de todo el potencial de los cultivos urbanos en general, es que estos huertos han comenzado a transformar las barriadas que sufren de extrema pobreza, desnutrición, desempleo y de la garra firme de las bandas de narcotráfico. En la Favela Sabopemba, notoria por su pobreza, los jóvenes cuentan con muy pocas oportunidades de conseguir empleos, y las tentaciones del narcotráfico son grandes. En el caso de las mujeres, o son desempleadas, o trabajan como lavanderas o sirvientas para familias de clase media en otras partes de la ciudad.

Pero el poder del trabajo colectivo (mutirão en portugués) es fuerte, y los organizadores del movimiento ya miran las mejoras en la nutrición y en la mentalidad de la gente. Temp recuerda lo difícil que era convencer a las mujeres del barrio de que ellas mismas podían hacer la diferencia para ellas y su comunidad. Lo extraño fue que cuando se les mostró el exuberante huerto de un barrio aledaño, ya funcionando, las mujeres de Sabopemba al principio se quedaron inamovibles. El sentimiento de estas mujeres parecía ser: “Cómo podemos replicar nosotras algo tan bonito”, decían. Pero las mujeres de Sabopemba se unieron a CSF y el acto de cultivar en colectivo comenzó a deconstruirles la mentalidad de desaliento. Estas mujeres le han dado a sus niños y a los vecinos algo muy único en las barriadas, el orgullo de ser capaces de lograr algo en sus comunidades y en sí mismas.

Temp añade que cuando Sabopemba comenzó a cultivar, las conversaciones que escuchaba mientras trabajaban eran sobre todo rumoreos acerca del abuso del crack y los precios que diferentes traficantes cobraban. Ahora, las mujeres intercambian saberes de cultivo o de cocina mientras trabajan. Pese a lo anecdótico, el movimiento considera que esto muestra un viraje dramático en la mentalidad.

No obstante, la mentalidad es sólo una partecita del problema porque en São Paulo, los supermercados están lejos de las favelas y los precios son increíblemente caros para los pobres. Una madre con bocas que alimentar y que trabaja lavando ropa para familias de clase media en el otro extremo de esta mega-metrópolis, puede tener que tomar múltiples autobuses para ir al supermercado y regresar. Con esta suerte de transbordos épicos, una cabeza de lechuga o algunos cuantos mangos maduros pueden quedar aplastados o ajados para el tiempo en que llega a casa a preparar la comida. Aunque este tipo de problemas puede sonar burdamente mundano y sin relevancia para las realidades de la pobreza, mucha gente en la Favela Sabopemba ha señalado exactamente este tipo de situaciones como parte de los obstáculos que enfrentan para lograr una buena alimentación. Lo que ocurre es que ante la perspectiva de llegar a casa con una lechuga que casi no pueden pagar, a la que le invierten tiempo y dinero en transporte, y que encima de todo llega arruinada, simplemente escogen lo barato y confiable: arroz y fideos, y no frutos y verduras nutritivos.

Lo que se requiere, y CSF espera ser parte de ese cambio, es un alejamiento de la agricultura industrial de gran escala y de las cadenas de supermercados que distribuyen sus productos. En Brasil, y por cierto en todo el continente americano, las corporaciones gigantes controlan mucha de la producción agrícola de los países. El modelo corporativo industrial de agricultura descansa en subsidios gubernamentales masivos, en la especialización y la intensificación de cultivos, y utiliza maquinaria onerosa y químicos. Contra estos Goliats de la producción, los pequeños posesionarios y las fincas familiares no tienen muchas oportunidades de competir. Las fincas pequeñas se endeudan y quiebran, y se aprieta el puño de los gigantes corporativos de la agricultura.

A su vez, estas corporaciones del agronegocio, integradas verticalmente,  confían en los supermercados como mecanismo para aumentar sus ganancias. Los supermercados pueden ser la etapa en la que se representa el drama de la exclusión social. Un porcentaje de la población mundial (porcentaje que crece rápidamente), ve en los supermercados el acceso primario a alimentos frescos. Despliegan para el consumidor una variedad de bienes, con marcas y paquetes que cultivan el reconocimiento de las marcas y una lealtad a ellas. En estos paraísos de las ganancias de las corporaciones, los que compran se dividen en líneas de clase basadas en lo que cada una puede pagar y en las mercancías que sobrevivirán el largo viaje de regreso a casa. Los ricos y los pobres tal vez compren en las mismas tiendas, pero abandonan el almacén con compras muy diferentes.

La división es igualmente tajante entre clases de productores. Muchos campesinos en pequeño simplemente no pueden mantenerse en el negocio vendiendo sus productos del campo a los supermercados porque éstos pagan precios de mayoreo que vuelven bajísimos artificialmente. Por ejemplo, la cadena francesa de supermercados Carrefour es muy poderosa en Brasil, pues cuenta con cincuenta millones de consumidores en cerca de quinientas tiendas en el sur de Brasil.1 En el tiempo en que se hicieron las entrevistas para este texto, Carrefour en São Paulo le pagaba a los agricultores seis centavos brasileiros (unos cuatro centavos de dólar) por pieza de lechuga. Para quienes cuentan con cientos de miles de hectáreas, y millones o miles de millones para gastar en sofisticada maquinaria y químicos, es posible obtener ganancias de lechugas que se vendan a cuatro centavos de dólar. Pero para los campesinos en pequeñas parcelas que intenten competir, ya no es rentable cultivar. Terminan yéndose a las ciudades, a lavar ropa, o a vender droga en las calles; y la tendencia al deterioro rural continúa.

Para confrontar ambos lados de este reto que se les presenta a los residentes de las barriadas, CSF cultiva huertos que al ser lo suficientemente grandes pueden ser productivos en lo económico, y no están únicamente rayando en la línea de vida nutricional. Producir excedentes conduce al desarrollo de mercados locales para frutos y vegetales orgánicos en los barrios que nunca antes tuvieron tales lujos. Los mercados son, de hecho, uno de los aspectos más excitantes del modelo de Cidades Sem Fome, porque comienzan a desmoronar el apartheid nutricional que divide a São Paulo entre ricos y pobres. Además del orgullo y la autoestima que proviene de que los vecinos trabajen juntos en la mutirão de estos mercados, los bajos precios les dan acceso a productos agrícolas frescos a una sección mucho más amplia de la población. Una cabeza de lechuga en estos mercados se vende por un Real (unos 60 centavos de dólar); comparado con Carrefour, es un precio mucho menor para el consumidor y es mucho más alta ganancia para el productor.

Los precios en estos mercados “campesinos”, locales, de vegetales frescos, son menores que en los supermercados, entre otras cosas debido a la ausencia de intermediarios. Como anotamos antes en el ejemplo de cómo fija Carrefour el precio de la lechuga, los supermercados corporativos requieren una discrepancia enorme entre el precio de mayoreo y el de menudeo para los productos frescos, con el fin de sustentar los costos indirectos de las corporaciones internacionales completas. Del personal de los supermercados para arriba, pasando por los ingenieros y mecánicos y las oficinas administrativas, los equipos legales, los asesores financieros, los ejecutivos, los miembros de la junta directiva, toda la cuenta hasta el final de la línea la pagan los agricultores y los consumidores. Pero ¿por qué tiene que ser que los campesinos que batallan y los desposeídos que habitan las barriadas sean forzados a tomar parte una estructura injusta y tan sobrecargada? ¿Por qué tienen las mujeres de Favela Sabopemba que contribuir a los paquetes de beneficios de la junta directiva de Carrefour?

Si se le piensa como modelo de desarrollo o como solución a la crisis alimentaria global, algunos alegarán que el cultivo de hortalizas y los mercados locales son “poca cosa”, un simple vendaje en la herida ocasionada por un sistema de producción alimentaria que se está saliendo de control. Puede ser así, y tal vez las soluciones de largo plazo no estén en las ciudades que consumen sino en el campo que produce. Los campesinos y los pequeños propietarios por todo el mundo claman en pos de una reforma agraria mientras la máquina de producir alimentos de modo intensivo, basado en el capital, daña más tierra y hace obsoletos más mercados locales. Pero conforme la lucha de los campesinos sigue adelante, tal vez invisible o ajena para la población urbana del mundo, los marginados pobres en las ciudades y barriadas no pueden seguir esperando a que se cumplan las promesas del desarrollo capitalista. Cuando los precios de los alimentos trepan a alturas ridículas, pensar en que el capitalismo les brindará frutos es una fantasía que ya no pueden darse el lujo de pagar.

Uno de los principales retos de este movimiento autónomo que busca librarse de la agricultura industrial y del hambre urbana es encontrar un método de distribución de los productos agrícolas que le de la vuelta a los supermercados y a todos los problemas que generan. Es por eso que los mercados de hortalizas orgánicas  en las favelas que promueve Cidades Sem Fome son tan importantes. No es sólo que pongan huertos y productos orgánicos directamente en manos de quienes más desesperadamente los necesitan; juegan un papel en respaldar este valiente alejamiento del sistema que destruye economías, hábitats, y familias.

1 Reardon, Thomas. et al. “Supermarkets in Africa, Asia, and Latin America.” American Journal of Agricultural Economics. V.85. No.5 (2003) 1144

Author: Rob Sawers