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Editorial

by Biodiversidad | 28 Jul 2009

Esta vez no mostramos aquí lo que retrata la portada sino un bosque con la primera luz de la mañana impactando los huecos entre los árboles. La portada en cambio retrata una plantación, que quisimos dibujar para realzar su factura, su antinaturalidad.

Las plantaciones de árboles no son bosques. Se ha dicho y se repite hasta el cansancio. Por eso en la portada vemos el interminable horizonte que asociamos con los monocultivos, sean de árboles o de cultivos industriales. Desiertos verdes, dicen en Brasil, en Uruguay. “Soldados plantados” dicen con un dejo irónico los legendarios mapuches de Chile y Argentina, defensores desde hace siglos de sus territorios y sus bosques —de la invasión de terratenientes que imponen monocultivos de árboles y una vida injusta en todos los órdenes.
Las plantaciones de árboles no son bosques porque en los bosques todo vive.

Los bosques son un tejido de tiempos, flujos, tamaños, escalas. Son enclaves de diversidad manifiesta y la potencialidad de todo su tejido; presencias naturales y sobrenaturales, especies biológicas y saberes ancestrales que se conjuntan para darle sentido a todo eso que en varios planos vive: manantiales, arroyos, torrentes, animales, bacterias, hongos, un sinfín de plantas de todos tamaños, nutrientes de los suelos y muchos árboles. Un complejo sistema de temperaturas y humedades que propicia la regeneración continua. Para decirlo con el filósofo John Berger, lo más importante es el “entre-bosque”.

Un bosque es lo que existe entre sus árboles, entre su densa vegetación secundaria y sus claros, entre sus ciclos de vida y sus diferentes escalas de tiempo —que van de la energía del sol a los insectos que viven por un día. Un bosque es también un lugar de encuentro entre los que lo penetran y algo innombrable y atento que espera tras un árbol o en el matorral… lo intrincado de las veredas que se entrelazan, de las energías que cruzan en un bosque —los rumbos de los pájaros, los insectos, los mamíferos, las esporas, las semillas, los reptiles, los helechos, los líquenes, los gusanos, los árboles, y un sinfín más— no tiene comparación… Cada una de las energías que cruzan opera en un bosque con su propia escala de tiempo. De la hormiga al roble. Del proceso de la fotosíntesis al proceso de la fermentación.*

En cambio, las plantaciones de árboles son lugares de existencia artificial, industrializada. Lo homogéneo es rampante, asfixiante. Al ser áreas diseñadas (fábricas agrícolas), sus especies y estructura están drásticamente simplificadas para producir sólo unas cuantas mercancías: madera, leña, resina, aceite, frutas, ¿combustible? No hay animales, no hay vegetación secundaria, no hay tramados, pero sí agrotóxicos suficientes para envenenar áreas extensas. Como dicen los mapuches: “Debajo de las hileras de árboles plantados no crece nada. Tampoco es un lugar que elijan los pájaros para anidar, ni ningún animal. Estas plantaciones no sólo expulsan al ser humano, sino también al resto de la naturaleza. Estos árboles tienen que ver con la baja del caudal de los ríos”.

Y hoy nos amenazan con que producirán combustibles agroindustriales, o materia prima para quemarla y que produzca un carbón que hoy pomposamente llaman “biochar” que los ingenieros [y los incautos] alegan que pasará al suelo y salvará la humanidad disminuyendo mágicamente el calentamiento global. Y la paradoja es que son las plantaciones las que contribuyen al calentamiento global, a la destrucción de las cadenas, ciclos y tejidos de vida, agotan el agua y los nutrientes, aumentan la salinidad y la acidez de los suelos. Ahora, los árboles transgénicos pueden exacerbar tales problemas y provocar graves colapsos. Se han creado incluso árboles transgénicos que son una amenaza aun mayor, pues su diseño genético incorpora un componente insecticida que podría erradicar muchas especies de insectos esenciales para el adecuado funcionamiento de los ecosistemas. 

Este número lo hemos dedicado a documentar los efectos nocivos de los monocultivos de árboles (pino, eucalipto  o palma africana), y la devastación que conllevan los monocultivos en general. En este número discutimos la caña de azúcar, la piña, el tomate y una de las más terribles siembras industriales conocidas: la soja o soya, que se expande impresionante por vastas regiones que hoy se conocen como “la república de la soja” y que va de Bolivia a Paraguay, Brasil, Argentina y hasta Uruguay.

Documentamos la devastación, pero también los intereses que se mueven tras este empuje por emparejar y destruir como manera de hacer ganancias. Tal vez nos habría gustado incursionar en las tretas conocidas de la industria papelera o de las famosas ofertas de bonos de carbono —en realidad sistemas que venden a las grandes empresas el permiso de contaminar, de emitir dióxido de carbono. Decir permiso suena leve: son casi lo mismo que las antiguas indulgencias religiosas —pagar con dinero por los pecados, en este caso de contaminación, para quedar libres de ellos. Los bonos de carbono son en realidad “derechos de contaminación” y en la bolsa de valores  suben o bajan según a las reglas sabidas del mercado.

Nunca sobrará hablar de la expansión de las plantaciones de árboles de rápido crecimiento (a costa de praderas, tierras agrícolas, bosques y selvas) para convertirlos en celulosa, madera o combustibles agroindustriales.   
Así, insistimos. Las plantaciones de árboles no son bosques. Los monocultivos (siempre industriales por naturaleza) no son cultivos: son fábricas agrícolas. La transgresión brutal de las escalas humanas y del tejido de ciclos y procesos que son la vida, siempre entraña pérdidas terribles e injusticias que hay que combatir.

Biodiversidad


* “Mirando cuidadosamente” en Con la esperanza entre los dientes, Ítaca-La Jornada, México, 2006.

Author: Biodiversidad